Mira si conocí a Sidonie hace tiempo, que entonces no es que fueran tres tipos de veintipocos años, sino que eran un tomate, un tejón y una pantera rosa.
“El pasado es un país extranjero; allí las cosas se hacen de otra manera”, escribió L. P. Hartley en la novela The Go-Between. Y tanto, colega. Yo, como mensajero de este nuevo disco, debo decir que ahora y aquí ya no llevan en escena aquellos peluches en la cabeza con los que se disfrazaban cuando empezaron, cuando sacaban el sitar y la gente enloquecía como cuando llegan los licores a la sobremesa. Sus estribillos ya no van sobre feeling down ni sobre viajar a Varanasi, ni usan el inglés. El presente está aquí, y ahora lo hacen en catalán, a cara descubierta y sin máscaras, y quizá por eso cantan sobre recuerdos infantiles y miedos adultos y adicción a la melancolía melómana; sobre todo aquello que no pierde brillo con los años, sobre hacerse mayores, pero sobre todo sobre crecer.
“Catalan Graffiti” es un paseo en descapotable por escenas de toda una existencia: frenando en callejones de infancia, intermitente en la avenida de las primeras veces, gas en la rotonda de las dudas adultas, subiendo el volumen en los puentes y los estribillos. Como los protagonistas de American Graffiti, sintonizan los recuerdos y saltan los hits y las caras B de la vida.
Marc, Jess y Axel todavía se llaman Joe entre ellos. Es casi paranormal que no hayan ganado tallas de Levi’s, y sus melodías siguen trenzándose con el regusto agridulce de los acordes menores de una Rickenbacker de los sesenta. Y mantienen intacto el impulso del entusiasmo.
Pero quizá cantar en la lengua materna te acerca al nubarrón léxico de las cosas que te importan, a las camisetas favoritas de talla XXXS y a las primeras sorpresas XXXL, así que rescatan recuerdos concretos. En una canción, de repente estamos en 1984 y Marc tiene diez años: con todo por hacer, dibuja anillos de Saturno, carga pistolas láser y no es raro levantar la cabeza y ver un OVNI. Poco después tiene El cap ple d’ocells (La cabeza llena de pájaros), una cabeza llena de vientos glam rock que busca brújulas, encuentra mapas e intenta volar solo.
Sidonie representaban —cuando más que una banda eran una fábula filomod de animales del rock and roll— el festival hedonista, el banquete psicodélico y la piñata colorista. Pero han ido sumando influencias y restando prejuicios.
Cuando eran un tomate, un tejón y una pantera rosa, yo era un adolescente que los entrevistaba para fanzines, y ahora soy un cuarentón que escribe novelas. Pero hay un cable en espiral, una ristra de golpes y abrazos, que conecta a los primeros y a los últimos Sidonie, que enlaza los años y acumula giros y experiencias. Y que se enchufa para encender canciones esencialmente luminosas, hechas por tres colegas que han sabido defender, del mundo y del tiempo, su amistad.
Andrés Perruca, de El Niño Gusano —grupo psicodélico como los primeros Sidonie—, siempre dice que la diferencia entre el rock y el pop es que cuando escuchas una canción más rock niegas con la cabeza, y cuando es más pop, asientes. En Catalan Graffiti ganan por goleada los síes. Y sí, suenan a mil cosas, pero también a ellos, como las canciones pop que están escritas para todos pero que te hablan a (y de) ti. Canciones que, como la radio en un coche a 120, sintonizan con lo que sientes. Y que hablan, más que nunca, tu idioma.
Miqui Otero, Barcelona, octubre de 2025







